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La importancia de la salud

Dra. Margaret Chan
Directora General de la Organización Mundial de la Salud

Logros, crisis, sorpresas y una vindicación moral
Discurso pronunciado en el evento de Chatham House sobre La creciente importancia de la salud mundial en los asuntos internacionales
Londres, Reino Unido
 
13 de junio de 2011

Estimados colegas de la salud pública, señoras y señores:

Al referirme al lugar que ocupa la salud mundial en los asuntos internacionales, hablaré de logros, de crisis, de sorpresas y de una vindicación moral.

El siglo XXI empezó bien para la salud pública. Cuando los gobiernos de 189 países firmaron la Declaración del Milenio en 2000 y se comprometieron a alcanzar sus objetivos, estaban lanzando el ataque más ambicioso emprendido en la historia contra la miseria humana.

Se reconoció firmemente la contribución de la salud al objetivo general de reducción de la pobreza, al igual que la necesidad de abordar las causas últimas que contribuyen a la mala salud desde otros sectores.

Los líderes mundiales eran optimistas, visionarios, y tenían la determinación de hacer realidad su visión. Surgieron un sinfín de iniciativas de salud mundial, muchas de las cuales se propusieron aplicar intervenciones que salvan vidas de forma masiva.

Se crearon nuevos instrumentos de financiación y se idearon nuevos mecanismos para conseguir más dinero a fin de adquirir medicamentos y vacunas.

Presidentes y primeros ministros lanzaron programas internacionales para enfermedades rara vez detectadas dentro de sus fronteras. La asistencia oficial para el desarrollo dedicada a la salud se más que triplicó.

La necesidad de nuevos medicamentos y vacunas impulsó la creación de una nueva serie de alianzas estratégicas de I+D que se han traducido ya en asombrosas innovaciones.

No es de extrañar que ese afán de cooperar a nivel internacional en pro de una mejor salud, esas innovaciones y esos aumentos espectaculares de recursos tuvieran efectos notorios.

El número de personas de países de ingresos bajos y medios sometidas a tratamiento antirretroviral contra el sida ha pasado de menos de 200 000 al final de 2002 a 6,6 millones en la actualidad. La mortalidad de menores de cinco años se redujo hasta los niveles más bajos en más de seis décadas.

El número de nuevos enfermos de tuberculosis alcanzó un máximo y empezó a disminuir de forma lenta pero constante. Por primera vez en décadas, el continuo deterioro de la situación de la malaria se invirtió. Los países que siguen las estrategias recomendadas por la OMS están consiguiendo caídas del 50% o más de la mortalidad por malaria.

Sin embargo, durante gran parte de la década no hubo manera de reducir el alto número de defunciones maternas, lo cual no es difícil de explicar: una condición indispensable para alcanzar el objetivo de reducir la mortalidad materna es la existencia de unos servicios de salud robustos y accesibles.

El fortalecimiento de los sistemas de salud no era inicialmente una finalidad básica de la mayoría de las iniciativas de salud mundial centradas en una sola enfermedad. Pero ahora sí lo es.

Como el proceso seguido para alcanzar los objetivos nos ha enseñado ya, los productos básicos, como comprimidos, vacunas y mosquiteros, así como el dinero necesario para comprarlos, no tendrán impacto alguno en ausencia de unos sistemas asistenciales que beneficien efectivamente a los pobres. Cuando el objetivo general es la reducción de la pobreza, no llegar a los pobres es un fracaso absoluto.

A mi juicio, uno de los principales efectos positivos de todos estos avances fue una clara toma de conciencia, en las grandes iniciativas centradas en enfermedades concretas, en el Fondo Mundial, en la Alianza GAVI, de que no es posible alcanzar los objetivos y no se pueden mantener los progresos logrados si no hay unos sistemas de salud que funcionen correctamente.

Creo que este renovado interés por los sistemas de salud es una de las razones por las que los datos estimados para 2010 mostraron finalmente una caída mundial importante de la mortalidad materna, observándose las mayores disminuciones, en torno al 60%, en Asia oriental y en el norte de África.

Al igual que otros, la OMS ha acogido con agrado las noticias de esta última semana referentes a una drástica reducción del precio de las vacunas vendidas por la industria farmacéutica al mundo en desarrollo. Ello representa un cambio radical de las políticas farmacéuticas.

Como dijo un jefe ejecutivo, la industria farmacéutica ya no puede considerarse a sí misma como un sector que ignore el bienestar de la sociedad.

Pero no todo son buenas noticias. Naturalmente, habrá muchos países que no alcanzarán los ODM, sobre todo en el África subsahariana. Pero los sorprendentes progresos de la última década nos han enseñado dos cosas.

En primer lugar, la inversión en el desarrollo sanitario está funcionando. Y segundo, pese a las numerosas crisis y dificultades que han surgido en el camino, la salud ha seguido ocupando un puesto destacado en la agenda del desarrollo. Se ha mantenido el impulso para mejorar los resultados sanitarios.

Hasta aquí por lo que se refiere a los logros de que es capaz la salud pública librada a sus propios medios.

Señoras y señores:

El año 2008 pasará probablemente a la historia como el punto de inflexión que puso de manifiesto los peligros que acechan en un mundo que nos obliga a vivir en una mucho más estrecha interdependencia.

Ese año sufrimos una crisis energética, una crisis alimentaria y, sobre todo, una grave crisis financiera.

Ese año demostró también que estas crisis son totalmente distintas de las de siglos anteriores. No son simples altibajos transitorios en el ciclo azaroso de la historia humana.

Sus causas están tan profundamente enraizadas en los sistemas internacionales que rigen el mundo interdependiente de hoy día, que debemos empezar a aceptarlas como una característica recurrente, si no permanente, de la vida en el siglo XXI.

Actualmente las consecuencias de un evento adverso en cualquier parte del mundo pueden ser muy contagiosas y profundamente injustas. En términos de impacto, la crisis financiera ha venido a ser, grosso modo, el equivalente económico de un tiroteo indiscriminado. Transeúntes inocentes, países que gestionaron bien sus economías, se han visto también muy afectados.

Análogamente, los países que menos contribuyeron a las emisiones de gases de efecto invernadero están siendo los primeros y más castigados por el cambio climático.

Hace dos meses el Banco Mundial y el Fondo Monetario Internacional citaron los desmesurados precios de los alimentos y el petróleo como la más grave amenaza inmediata para los países en desarrollo, y advirtieron de que se podría perder a toda una generación de pobres.

En la OMS, expertos externos nos han aconsejado que aceptemos la austeridad financiera como un nuevo elemento de la realidad. Así lo hemos hecho, y ello ha imprimido urgencia a las profundas reformas administrativas, técnicas y de la gestión que se están llevando a cabo en la OMS.

En las condiciones reinantes este siglo, los costos sanitarios y económicos de las enfermedades crónicas parecen abocar a un desastre inminente. La carga de estas enfermedades se ha desplazado de las sociedades opulentas al mundo en desarrollo, donde se concentra hoy casi el 80% de la mortalidad.

La mayoría de los sistemas de salud del mundo en desarrollo se han concebido para gestionar episodios breves de morbilidad por enfermedades infecciosas, pero carecen totalmente de la preparación necesaria para afrontar las demandas y los costos de una atención crónica que a veces se prolonga toda la vida.

La prevención es con mucha diferencia la mejor opción. Lamentablemente, los factores que impulsan el aumento de las enfermedades crónicas, en particular el envejecimiento demográfico, la rápida urbanización y la globalización de modos de vida poco saludables escapan al control directo del sector de la salud.

Deseo sinceramente que en la reunión de alto nivel sobre las enfermedades no transmisibles que se celebrará en septiembre en las Naciones Unidas se tracen planes de base amplia para adoptar medidas urgentes.

Si se quiere combatir el aumento de esas enfermedades, hay que introducir cambios en las políticas de otros sectores, como la alimentación, la agricultura y el comercio.

Aplicando el Convenio Marco de la OMS para el Control del Tabaco, el mundo ha de poder ofrecer mayor resistencia ante las cada vez más agresivas tácticas empleadas por las grandes tabacaleras.

Señoras y señores:

Solo ha transcurrido la mitad del año, pero 2011 nos ha deparado ya una sucesión sin precedentes de desastres, catástrofes y crisis humanitarias.

Estamos asistiendo a olas y olas de descontento social en Oriente Medio y en algunas zonas de África. Haití y el Pakistán están acusando aún los efectos de los megadesastres que sufrieron el año pasado.

En marzo el Japón se vio azotado por la triple tragedia de un terremoto de magnitud 9, un maremoto masivo y, como consecuencia de ello, un accidente en una central nuclear. Algunos países están cuestionando ahora la seguridad de la energía nuclear y replanteándose sus políticas energéticas con miras al futuro.

En mayo se declaró un brote causado por una cepa rara de E. coli en el norte de Alemania. Es una cepa que se había detectado ya en casos humanos aislados pero que nunca había aparecido asociada a un brote.

Hasta la fecha se han detectado casos en 15 países. Casi todos los pacientes habían viajado poco antes al norte de Alemania, y muchos de ellos han necesitado cuidados intensivos.

Este evento demuestra la rapidez con que puede propagarse una enfermedad en este mundo de alta movilidad. Demuestra también lo difícil que es identificar la fuente del problema cuando las investigaciones se ven dificultadas por la complejidad del comercio mundial de alimentos.

Y lo ocurrido muestra también lo mucho que los brotes epidémicos pueden costar a las economías, pues los funcionarios de la Unión Europea estiman que las pérdidas sufridas por los agricultores ascienden a más de US$ 610 millones cada semana.

Señoras y señores:

Me referí al principio a una vindicación moral.

Nuestro mundo presenta desequilibrios peligrosos. Las brechas en los resultados sanitarios, dentro de los países y entre ellos, son hoy mayores que en ningún otro momento de la historia reciente.

La diferencia de esperanza de vida entre los países más ricos y los más pobres supera los 40 años. El gasto anual de los gobiernos en salud varía desde solo US$ 1 por persona a casi US$ 7000.

Un mundo con grades desequilibrios no puede ser ni estable ni seguro.

La principal lección que podemos extraer de todos estos acontecimientos recientes atañe quizá a los efectos de las desigualdades sociales en la seguridad nacional e internacional.

En sus análisis sobre las olas recientes de malestar social, destacados expertos de todo el mundo coinciden en citar las enormes desigualdades, en y entre los países, en materia de oportunidades -sobre todo entre los jóvenes-, niveles de ingresos y acceso a los servicios sociales como causa fundamental de los disturbios y las protestas.

Algunos citan también el desmoronamiento de los servicios de salud pública, después de años de absoluto descuido, que ha determinado que la élite disfrute de la mejor atención disponible mientras que los pobres han de pagar precios no regulados y exagerados hasta por la atención más básica.

Numerosos discursos, noticias y artículos de opinión y de otro tipo nos señalan una y otra vez que la búsqueda de una mayor igualdad social debe ser el nuevo imperativo económico y político para conseguir un mundo más seguro.

Esto no es nada nuevo para la salud pública. Venimos insistiendo en eso mismo desde la Declaración de Alma-Ata. En el fondo lo que persiguen todos los ODM es que quienes más sufren y los que menos se benefician de los progresos conseguidos obtengan ayuda de quienes más se benefician.

Esa es la esencia de la justicia social y la solidaridad.

Constatamos de nuevo lo frágil que ha pasado a ser este mundo moderno tan avanzado, sofisticado, de alta tecnología e interconectado, mientras asistimos al lento calentamiento del planeta, a la propagación de unos problemas de obesidad y exceso de peso que afectan a unos 44 millones de niños en edad preescolar, y a un comienzo de desgarro de la urdimbre social en numerosos lugares.

La salud pública lleva ya mucho tiempo en ese camino de rectitud moral y ética.

Es una satisfacción ver que políticos y economistas de todo el mundo toman conciencia de ello y abren sus ojos a los imperativos morales que han orientado y seguirán orientando la salud pública por los mejores caminos.

Muchas gracias.

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